lunes, 12 de agosto de 2013

¡Han secuestrado a Di Stéfano en Caracas!

Por:  11 de agosto de 2013
La pesada tranquilidad del agosto de 1963 fue sacudida de forma repentina por una noticia bomba: ¡Han secuestrado a Di Stéfano en Caracas!

El Madrid había acudido allí a jugar un torneo que por aquel entonces alcanzó celebridad, llamado Series Mundiales de Caracas, popularmente conocido como Pequeña Copa del Mundo. Reunía equipos europeos y sudamericanos, en un intento que recuerda la actual International Champions Cup de EE UU, más ambiciosa. Aquella edición la disputaban Madrid, Oporto y São Paulo, en liguilla a dos vueltas. El martes 20, el Madrid se estrena con 2-1 sobre el Oporto. Di Stéfano juega, pero termina con molestias en la espalda. El viernes, ante el São Paulo, no juega, le sustituye Evaristo. El Madrid pierde 2-1 un partido que tiene un descanso accidentadísimo. Mientras los equipos están en el vestuario, se oyen disparos fuera del estadio. El público, atemorizado, invade el campo. Hay heridos en la avalancha. Se tarda tiempo en recomponer la situación, pero al fin se puede jugar la segunda parte, que empieza con 45 minutos de retraso.

Los jugadores regresan al Hotel Potomac, donde se hospedan, comentando lo revuelto que está el país. El presidente, Belisario Betancurt, había alcanzado el poder apoyándose en la izquierda, pero estaba gobernando en derechas y había revueltas.

A las seis y media de la madrugada del sábado 24 (en España son las once y media), Di Stéfano duerme en la habitación cuando recibe una llamada del conserje, que le dice que hay unos policías que piden que baje. Di Stéfano piensa que es una broma de compañeros Y contesta: “Si quieren hablar conmigo, que suban ellos”. Y se da la vuelta para seguir durmiendo.

Pero al poco rato llaman a la puerta, abre y aparecen los tres sedicentes policías, junto al conserje. Le dicen que tiene que acompañarles a comisaría, para una inspección de rutina. Di Stéfano dice que lo tiene que comunicar a Muñoz Lusarreta (vicepresidente, a cargo de la expedición) o a Agustín Domínguez (secretario de la gerencia), pero le dicen que va a ser solo un momento y le urgen. Santamaría, cuya habitación se comunica por puerta directa con la de Di Stéfano, ha escuchado voces, pasa y le insiste en que hable con los directivos. Pero Di Stéfano, urgido por los policías, sale con ellos.
Abajo le meten en un coche y le dicen que está secuestrado. Le vendan los ojos y le ponen unas gafas oscuras. Le dicen que esté tranquilo, que no le pasará nada. Y empieza un baile: primero a un apartamento, luego a una casa de campo, finalmente a un piso por el centro de la ciudad. Él, vendado, no podrá identificar los trayectos. A la una de la tarde, un portavoz de la organización subversiva Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) llama por teléfono al hotel, habla con Muñoz Lusarreta y le dice que Di Stéfano está bien, que no sufrirá ningún daño y que le soltarán en cuanto el secuestro haya alcanzado suficiente publicidad. Que todo lo que pretenden es llamar la atención sobre su movimiento, crítico con Betancurt. Establecen comunicaciones con las agencias de prensa.

La llamada tranquiliza relativamente. En seguida se recuerda el secuestro por los castristas, cinco años antes, de Fangio en La Habana, liberado después del Gran Premio que se le impidió correr. Está claro que el FALN sigue paso por paso el manual de aquella operación, que le resultó rentable al castrismo.
A Bernabéu el asunto le pilla pescando en Santa Pola, desde donde ordena a Muñoz Lusarreta que siga punto por punto las indicaciones del embajador español, Matías Vega, que a su vez dispone que todos los jugadores abandonen el hotel y pernocten en la embajada. Raimundo Saporta, que está en Lausana, vuela a Madrid, donde prácticamente se instala en el Ministerio de Exteriores, para seguir el proceso.
En Caracas, la policía peina la ciudad, pero Di Stéfano no aparece. El apartamento donde le esconden no tiene ni una cama, sólo un sofá. Continuamente tiene vigilancia armada. No le dejan asomarse al exterior, aunque por el ruido deduce que está por el centro. Recibe palabras tranquilizadoras. El jefe del grupo, Máximo Canales, hijo de asturianos, le insiste en que sólo se trata de llamar la atención, que le soltarán pronto, le hablan de la justicia de su causa, pero Di Stéfano está nervioso y lo pasa mal. Sólo puede comer perritos calientes, no le entra otra cosa, aunque se esfuerzan en darle bien de comer. Hasta le traen una paella, encargada en un restaurante de prestigio. Juegan con él a las cartas, apuestan a los caballos en compañía, le permiten escuchar por radio el partido que el domingo 25 juegan el Madrid y el Oporto, en el que repite Evaristo en su puesto. El Madrid vuelve a ganar 2-1.

Es
Di Stéfano, durante su cautiverio. / Foto: DIARIO AS.

El lunes 26 es el octavo cumpleaños de su hijo Alfredo, y él está secuestrado. Al fin, avanzada la mañana, le dicen que le van a liberar. Le cambian la ropa que traía, le pretenden pelar al cero, para ser menos reconocible, pero él les disuade (“¡si yo ya casi no tengo pelo, y además rubio!”), cambian de idea y le ponen un sombrero. Le bajan al coche otra vez cegado. Él siente que es el momento más crítico, que se puede producir un tiroteo y les pide: “Si hay tiros, denme una pistola, no quiero morir como un conejo”. Pero no se la dan. Le sueltan en la Avenida Libertadores, tras quitarle la venda, a seis manzanas de la embajada. Salta del coche, se esconde un minuto tras un árbol y finalmente cruza la calle corriendo para coger un taxi, al que él mismo guía hasta la embajada, porque conocía el trayecto. Cuando llega a la puerta ve un cartel que pone: “Abierto de diez a dos”. Miró el reloj, que había conservado… ¡y ve que son las dos y diez! Pulsa el timbre y así está, no sabe cuántos minutos, hasta que una mujer abre a desgana y le mira con reproche hasta que le reconoce y se echa a llorar. Le hace pasar, en el edifico sólo está el matrimonio que tiene a cargo el edificio cuando no hay nadie. Desde allí mismo llaman al Hotel Potomac (el equipo sólo pasó una noche en la embajada) y al embajador. Y a Madrid, a su familia, y a Buenos Aires, a sus padres.

Se convoca una rueda de prensa, y entre los periodistas Di Stéfano reconoce a dos de los varios miembros del comando que pasaron por el apartamento. Disimula. Cuando la policía le da fotos para reconocer sólo identifica a Máximo Canales, del que ya se sabía que era el jefe del operativo. No quiere líos. Sólo piensa en volver a casa.

Pero el martes 28 hay el segundo partido contra el São Paulo, y Bernabéu insiste en que se quede y juegue, para honrar el compromiso y, en cierto modo, para demostrar que al Madrid no le arredraba nada. Así que Di Stéfano juega. Aparece entre una ovación tremenda, pero juega fatal, agotado, aturdido y sin reflejos, tras dos noches mal alimentado y peor dormido. Muñoz le sustituye en el descanso. El partido acaba empate a cero, el São Paulo sale campeón. El Madrid renuncia al compromiso de jugar en Bogotá, ante el Millonarios, por lo que iba a percibir 25.000 dólares. El contrato se resuelve amistosamente. Tras una declaración más ante la policía, Di Stéfano puede por fin regresar. El jueves embarca junto a sus compañeros con rumbo a Madrid. Llega hasta la escalerilla del avión escoltado por un policía… ¡que también resultó ser uno de los secuestradores! Le dijo al oído: “Gracias, Alfredo. Te portaste como un fenómeno!” El viernes desembarcó feliz en Barajas, recibido como un héroe.

Pero a él no le quedó ningún buen recuerdo de aquello, todo lo contrario. En 2005 el Madrid estrenó la película Real, The Movie, en la que Máximo Canales (que estaba alejado de la política y se había ganado la vida como pintor), interviene en el papel de un aficionado que estimulaba a los chicos de su barrio a jugar. Al Madrid le pareció una gran idea, a Di Stéfano no. Se invitó a Canales al estreno, que se hizo en el propio palco del Bernabéu, lo que tampoco le pareció una gran idea a Di Stéfano. En ese afán comercial del Madrid de estos tiempos, se intentaba buscar un abrazo de perdón, una foto que contribuyera a lanzar la película. Di Stéfano se negó, yo fui testigo. Accedió a hablar con él, pero no le quiso ni dar la mano:

—Usted hizo pasar mucho miedo a mi familia. No tenemos nada de qué hablar—.

miércoles, 7 de agosto de 2013

GAL , GERRERO SIOUX

A por Custer con el hacha de guerra

Eclipsado por la historia, el jefe sioux Gall fue un gran guerrero y también un personaje dudoso para los suyos

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No era alto (1,70 metros), pero sí impresionantemente robusto y subido a caballo parecía enorme, sobre todo con pinturas de guerra y cargando con fiereza contra ti. Cuando le enseñaron una foto suya a Elizabeth Custer —foto que casi le cuesta la vida al fotógrafo—, esta manifestó que no había nunca imaginado que hubiera en todas las tribus un “espécimen de guerrero” tan perfecto como él. La admiración de Libbie tiene su morbo: ese jefe sioux era uno de los que habían matado a su marido, George Armstrong Custer, un mediodía sangriento de domingo en Little Big Horn.
El indio en cuestión se llamaba Gall (Phizi en lakota), en inglés hiel, bilis o vesícula, aunque también se ha traducido la palabra por agalla. Hay que reconocer que el nombre, que se le dio de chico al lanzarse hambriento sobre la vesícula biliar de un bisonte abatido aún fresco, tiene menos gancho que Toro Sentado o Caballo Loco, y podría ser que la preeminencia en popularidad actual de esos dos famosos guerreros sobre Gall tenga que ver con ello, entre otras razones.
En su época Gall fue un grande, el paradigma de piel roja. Mano derecha de Toro Sentado, a cuya misma tribu sioux, los correosos e irreductibles hunkpapa, pertenecía, se le atribuyó el liderazgo indio en Little Big Horn, la debacle del 7º de Caballería. Los soldados lo reconocían con aprensión por su físico intimidatorio y el uso distintivo de una manta roja. También por su coraje: al igual que Custer, precisamente, solía montar enseguida otro caballo cuando le mataban el primero entre las piernas para seguir lanzándose con gran arrojo al ataque.
Se le conocía asimismo por ser capaz de actos muy salvajes: en 1872, mientras con su banda hostigaba la columna del 17º de Infantería del coronel Stanley tras la batalla de O’Fallons Creek, capturó y mató a dos oficiales y al cocinero negro que se habían rezagado; los escalpó y exhibió desafiante sus cabelleras desde una colina cerca de Fort Rice. La exhibición le granjeó la natural mala fama entre los blancos —suponemos que también entre los parientes del cocinero—, especialmente porque uno de los oficiales a los que trató tan desconsideradamente era primo de la mujer del presidente Grant.
Tenía Gall, por lo demás un hombre cabal, muy amante de los suyos y de enorme pragmatismo —como se verá—, ataques de ira en los que era mejor apartarse. En Little Big Horn decidió utilizar como arma contra las infaustas tropas de Custer solo el hacha de guerra y es fama que con ella despiezó al menos a cuatro soldados en la parte final de la batalla. Es cierto que en esa tremenda ocasión Gall tenía sus razones: durante la primera fase de la lucha, el ataque de distracción del mayor Reno al sur del poblado, los soldados o sus guías arikaras mataron a dos de las mujeres y a tres de los hijos del jefe (polígamo).
La vida de Gall (véase su mejor y única biografía, Gall, lakota war chief,de Robert W. Larson, University of Oklahoma Pess, 2009) no fue fácil. No lo era en las praderas, pero además él quedó huérfano de niño, al morir su padre durante el ataque de una tribu rival. Nacido alrededor de 1840 en algún lugar de lo que hoy es Dakota del Sur, fue criado por su madre y apadrinado por el mismísimo Toro Sentado, que le vio maneras y lo hizo luego su lugarteniente. De pequeño le llamaban Osito, aunque luego ya nadie se atrevió. Convertido en un prestigioso guerrero, con 20coups —la contabilidad heroica de los pieles rojas—, Gall devinoblotahunka, jefe de guerra. Sirvió durante 25 años lealmente a su mentor, haciéndole de estratega, aunque eran muy distintos. Más práctico e independiente, Gall solía ir con su grupo propio (una docena de tiendas) a comerciar con los blancos.
Fue en una de esas ocasiones, en 1865, cuando el medio sioux y medio arikara Bloody Knife (¡ese sí es un nombre!), al que Gall había hechobulling de pequeño y luego matado y escalpado a dos hermanos, le denunció en Fort Berthold. Los soldados trataron de capturarle en su tienda y mientras intentaba escapar el jefe hunkpapa fue atravesado varias veces con bayonetas. Le dejaron por muerto en un charco de sangre, pero Gall se recuperó de las terribles heridas. Y se tomó venganza: durante el año siguiente, confesó luego, siete hombres blancos pagaron con sus vidas el ataque. Bloody Knife hubo de esperar algo más: murió de un disparo sioux en Little Big Horn cuando hacía de guía de Custer.
Gall se alineó con la facción más díscola de los sioux en el contencioso con los blancos por las tierras. Luchó una y otra vez con los soldados, que le llamaban Fighting cock of the sioux (el gallo de pelea de los sioux), en una traducción no grosera. Pero algunas de sus acciones, como la firma del Tratado de Fort Laramie, le valieron que algunos de los suyos le tacharan de oportunista. Se ha debatido mucho cuál fue su exacto papel el 25 de junio de 1876 en Little Big Horn. Parece que en realidad se incorporó tarde a la batalla aunque entonces se empleó a fondo. Fue el único jefe indio que ofreció su versión del enfrentamiento, al ser invitado (!) a la conmemoración del décimo aniversario, y entonces, con la modestia propia de los guerreros pieles rojas, se arrogó buena parte del protagonismo. En realidad parece que no hubo tal cosa como un liderazgo claro en aquella matanza.
Tras la desbandada después de la victoria, Gall pasó a Canadá con Toro Sentado. Resolvió luego rendirse con los suyos para evitarles el hambre y, rompiendo con su mentor, se instaló en la reserva de Standing Rock en 1881. El Gobierno trató de hacer de Gall un símbolo de indio asimilado contraponiéndolo a Toro Sentado, el irreductible. Gall se adaptó bien a la vida de granjero. Renegado traidor, dijeron algunos. Parece que era honesto en su celo por encontrar un camino realista de supervivencia para su pueblo. En 1882 fue bautizado en la iglesia episcopal. Al comulgar por primera vez el viejo sioux se bebió todo el vino del cáliz para consternación de los presentes. Le costó abandonar la poligamia. “Mi corazón es bueno, pero está triste, porque estoy enamorado”, aducía para que le dejaran volver a casarse. Le gustaba comer bien —una vez en Washington descubrió las ostras, que encontró mejores que el búfalo— y ello le condujo a la obesidad. Eso fue lo que le mató en última instancia: al ver que un medicamento contra el sobrepeso no le hacía efecto rápido se bebió la botella entera. Un final triste para el heroico guerrero que había sorteado las flechas crow y las balas de los cuchillos largos.
La historia no ha sido muy justa con Gall, que hizo lo que pudo para atravesar el abismo entre dos mundos. Toro Sentado ha prevalecido como el más conocido de los caudillos sioux y Caballo Loco como el más carismático, mientras que Gall, eclipsado por ellos, ha declinado en la memoria popular hasta casi desaparecer —¿qué niño juega hoy a ser Vesícula?—. Es lo que tiene ser pragmático y realista y cambiar las plumas por el traje. En su obituario en 1894 (¡qué tiempos aquellos en que te encargaban la necrológica de un jefe indio!), el Bismarck Daily Tribune destacó que “su estoicismo, coraje y habilidad hicieron de él un conspicuo carácter en su tribu y el objeto de interés de todos los que conocen su historia”. Podrá decirse con más pasión, pero no con más justicia.